Hace poco Walter Erviti , volante del Banfield campeón, hizo una declaración -con la que tuve en principio un desacuerdo que luego se fué disolviendo- que representa la más adecuada definición para Zidane (el futbolista y la película): “Con el tiempo te vas dando cuenta que en el fútbol no es necesario correr los noventa minutos. En un partido sólo hay dos o tres pelotas que pueden resultar determinantes y que debes saber aprovechar para desequilibrar”. Acaso una de las mayores expresiones alcanzadas por el fútbol, el juego de Zinedine Zidane es el arma cautiva de un guerrero (en el sentido del término que enseña el Don Juan de Castaneda) que se define en la conciencia de saber que con un solo ataque basta, si éste es letal.
En Zidane, un portrait du 21e siècle, ZZ se vuelve objeto de la cámara que sigue por toda la cancha su cuerpo enfundado en el blanco uniforme del Real Madrid. Cada plano se detiene en sus distintos movimientos con la voluntad del más aguerrido stopper. Los jugadores del Villareal están de amarillo, oficiando de rivales y antagonistas. Los cuerpos de los jugadores se cruzan, se confrontan, chocan con Zidane. El partido de fútbol representado como una lucha de luchadores es una órbita en la que la silueta de Zizou pareciera estar suspendida delante de la multitud de espectadores que funcionan como telón de fondo. Cuando, al fin, la pelota llega a sus pies, ZZ despliega un basto catálogo de sutilezas que detona el inmediato aplauso desde las tribunas.
En Zidane, un portrait du 21e siècle, ZZ se vuelve objeto de la cámara que sigue por toda la cancha su cuerpo enfundado en el blanco uniforme del Real Madrid. Cada plano se detiene en sus distintos movimientos con la voluntad del más aguerrido stopper. Los jugadores del Villareal están de amarillo, oficiando de rivales y antagonistas. Los cuerpos de los jugadores se cruzan, se confrontan, chocan con Zidane. El partido de fútbol representado como una lucha de luchadores es una órbita en la que la silueta de Zizou pareciera estar suspendida delante de la multitud de espectadores que funcionan como telón de fondo. Cuando, al fin, la pelota llega a sus pies, ZZ despliega un basto catálogo de sutilezas que detona el inmediato aplauso desde las tribunas.
Los primeros planos encuadran su gesto adusto y su mirada de reptil. Monitorea el juego, está al acecho. Los planos detalle descansan en su particular forma de trotar (muy pocas veces correr); arrastrando la puntita de los pies al finalizar su carrera. Transcurren varios minutos sin que tenga contacto con la pelota. Existe cierta recurrencia de Zidane en alzar su vista hacia la iluminación del estadio, como siguiendo un haz de luz. Serio, sólo suelta algún “Ahí, ahí” mínimo. Luego todo es dominio de la expresión de su semblante que, al contrario de la gracia de sus movimientos con la pelota, es mayormente escasa y seca.
Zidane, un portrait du 21e siècle elude la solemnidad. No cae en la tentación del ralenti (¡horror!), ni de la musicalización pomposa ad hoc. La música compuesta por los escoceses Mogwai (caracterizada por su mambo de embotamiento acuático, sonidos para colgarse mirando una pecera) es funcional a la ambientación lograda por el seguimiento a ZZ, otorgándole a la película una entidad propia y personal, consiguiendo además que nos sumerjamos en el derrotero de Zidane dentro de la cancha.
Al mismo tiempo esta película es un documental sobre el partido entre Real Madrid y Villareal acontecido el 23 de abril de 2005. Y en los documentales siempre es materia polémica y compleja la cuestión de la responsabilidad y el grado de intervención del director sobre las imágenes filmadas. En el caso de Zidane, un portrait… el valor reside en que se puede identificar un relato construído con herramientas puramente cinematográficas. Todo lo que ocurre alrededor, todo lo que no pasa por los pies de Zidane queda en el fuera de campo (el gol rival) o en el sonido en off (los pelotazos y gritos del resto de los jugadores). La experiencia de ZZ en este partido se desarrolla a través de las instancias de cambio que se desatan en el jugador durante su búsqueda del objetivo de la victoria. En el transcurso del encuentro, en el transcurso de la película, existe tensión, un “increíble suspenso” como indica Marcos Vieytes en su crítica publicada en El amante N 179.
Las magnéticas imágenes se suceden hasta que, súbitamente como una tormenta de verano, lo que todos esperan ocurre; Zidane toma la pelota. La baja, elude a uno, a dos, corre hasta el fondo. La imagen toma vértigo. Decenas de flashes apuntan al pecho esponsoreado del astro francés (el sinónimo berreta es mi sentido homenaje al periodismo deportivo que supimos conseguir), que tira un centro que deja a toda la defensa rival pagando. Algún compañero (no sabemos cual, no importa) sólo tiene que tomarse la molestia de empujar la pelota al gol.
Como si fuese una broma de la casualidad, los últimos momentos (el desenlace) del partido y la película tienen equivalencia con aquella final del mundial Alemania 2006, en lo que fue el último partido de ZZ en la selección francesa. Para Zidane, la expulsión es un error que lo hace libre; al sacarlo de la cancha, la tarjeta roja interrumpe su demostración galáctica para devolverlo al plano de los simples mortales. La del cabezazo al pecho del villano italiano Materazzi es una imagen que, signo de estos tiempos y la gula mediática, ha sido reproducida ad infinitum hasta perder sentido. Y aún peor y además injusto, ha sido vista muchas más veces, y por un auditorio mucho más amplio, que la volea de Zizou al Bayern Leverkusen, gol de una belleza y perfección tal (¡y en una final!) que a Zidane no le quedó otra y tuvo que gritarlo.