08 octubre, 2009

Ese impulso superior



En una escena de Matador, un torero que insiste en ver una y otra vez la filmación de las embestidas que lo han dejado al margen de la práctica de su profesión descubre en esas imágenes a una mujer en la tribuna, ni más ni menos que aquella que lo obsesiona, reaccionando aterrada ante su faena. Como él, esa mujer posee el gusto por asesinar. En esa comunión compartida reside su deseo y atracción. El torero se acerca (a la imagen, a ella), la toca, la besa.

Más de veinte años después Almodóvar nos muestra a Mateo Blanco (Lluís Homar) posando sus manos sobre las imágenes de su último beso con Lena (Penélope Cruz), la mujer que amó. No importa que Mateo esté ciego, su necesidad de entrar en contacto con esas imágenes trasciende los sentidos, o la falta de ellos, como fecundada por un impulso superior.

Mediante la subjetiva del espectador frente a la pantalla esas manos se posan, lo puedo asegurar, en perfecta proporción. Como si Almodóvar hubiese tomado las nuestras posándolas sobre la pantalla dibujando el contorno sobre el fílmico satisfaciendo, de esa forma, la necesidad de aprehender esas imágenes que se nos presentan mediadas por un dispositivo técnico. Contacto que es, ni más ni menos, la experiencia misma del cine. Las manos absortas extienden sus dedos, con intensidad, con deseo, al tiempo que ondulan una caricia.

Esa relación que se establece a través del contacto con las imágenes es una facultad, dice Los abrazos rotos, que no todos poseen. Como si el mundo pudiera ser dividido entre aquellos que la detentan como si se tratase de un misterio individual, una pulsión y quienes permanecen fuera de esa experiencia.

Cuando Ernesto Martel (José Luis Gómez) ve por primera vez las imágenes filmadas por su hijo (Ray X: vouyeur omnipresente, personaje de conciencia depalmiana) exclama que no se entienden. Necesita un traductor, una lectora de labios que interprete para él aquello que habla por sí mismo, las imágenes. Esas imágenes con las que no se puede involucrar, aún ante los signos evidentes que presentan.

Ernesto Martel toma a Lena como una más de sus pertenencias. La ornamenta con joyas y lujos, la cosifica. En esa relación prima la ostentación de la abundancia, lo cualitativo no tiene competencia. Todo se mide por una cuantificación vacua, como ocurre en ese sexto polvo entre dos fantasmas cuyos cuerpos dentro de las sábanas blancas son momias que no se tocan, ni se sienten.

Al asumir Martel el rol de productor de Chicas con maletas (dirigida por Mateo, protagonizada por Lena) Almodóvar pone en escena una idealización del lugar de cada uno de los actantes al interior de la realización cinematográfica. Ese personaje nefasto y ajeno a la empatía con las imágenes toma las riendas de la financiación de la película, como único factor de poder en el que puede imponerse. Al tiempo que director y actriz se unen desarrollando la pasión que los une (el cine, su amor), concientes de saberse desenvueltos en su elemento.

Judith (Blanca Portillo) es la asistente de Mateo y se encarga de vender los guiones que él escribe luego de haber perdido la vista. Su rostro evidencia cansancio; es una mujer que grita por dentro, maquilla las marcas del pasado. Lo urgente siempre será Mateo y primará ante lo importante en una lógica regida sólo por la devoción que ella siente hacia su asistido. Cuando le confiesa a su hijo Diego que Mateo es su padre, siendo por única vez egoísta ante la necesidad de suprimir una carga de años, él (al igual que el espectador) no se sorprende, toma la noticia con naturalidad. Ese momento no intenta ser un giro, ni modificar el plano de la historia. Al contrario de Ernesto Martel, Diego ya ha percibido la evidencia de los hechos, tras tener contacto con ellos a través de unas viejas fotos de vacaciones.

Y Penélope Cruz. Penélope Cruz, Penélope Cruz, Penélope Cruz. Su semblante, a la vez pasivo y salvaje, parece estar subrayado por el fascinante ancho de sus labios. Su cuerpo, el de Lena, se entrega continuamente; vomita, actúa, coge. Toda su relación con Ernesto Martel es un sometimiento físico. Como en una estampita, aparece encumbrada dentro de ese recorte cromático autárquico que es el color rojo almodovariano, con el que tiene una correspondencia total, definitiva e invencible.

2 comentarios:

david dijo...

Perfecta la definición que hacés del personaje del hijo de Martel como depalmiano. De hecho, parece caracterizado de manera anacrónica, más cerca de la década del setenta que de la del noventa en la que transcurre esa parte de la película. Ciertamente me hizo acordar al hijo de Angie Dickinson en Vestida para matar.
Saludos, Aldo.

Aldo M. dijo...

Es verdad. No lo había pensado pero ciertamente entre esos dos personajes hay mucho en común.
Siempre me llamó la atención como en De Palma la caracterización “a lo setentas” aparece en varias de las películas que hizo luego de esa década, sin contar las que directamente están ambientadas en aquellos años como Carlitos Way.
Saludos David, gracias por pasar.