17 diciembre, 2009

¿Qué es el fútbol?

Zidane, un portrait du 21e siècle (2006)
Fútbol y “cine moderno”. Dedicado al compañero David.

Hace poco Walter Erviti , volante del Banfield campeón, hizo una declaración -con la que tuve en principio un desacuerdo que luego se fué disolviendo- que representa la más adecuada definición para Zidane (el futbolista y la película): “Con el tiempo te vas dando cuenta que en el fútbol no es necesario correr los noventa minutos. En un partido sólo hay dos o tres pelotas que pueden resultar determinantes y que debes saber aprovechar para desequilibrar”. Acaso una de las mayores expresiones alcanzadas por el fútbol, el juego de Zinedine Zidane es el arma cautiva de un guerrero (en el sentido del término que enseña el Don Juan de Castaneda) que se define en la conciencia de saber que con un solo ataque basta, si éste es letal.

En Zidane, un portrait du 21e siècle, ZZ se vuelve objeto de la cámara que sigue por toda la cancha su cuerpo enfundado en el blanco uniforme del Real Madrid. Cada plano se detiene en sus distintos movimientos con la voluntad del más aguerrido stopper. Los jugadores del Villareal están de amarillo, oficiando de rivales y antagonistas. Los cuerpos de los jugadores se cruzan, se confrontan, chocan con Zidane. El partido de fútbol representado como una lucha de luchadores es una órbita en la que la silueta de Zizou pareciera estar suspendida delante de la multitud de espectadores que funcionan como telón de fondo. Cuando, al fin, la pelota llega a sus pies, ZZ despliega un basto catálogo de sutilezas que detona el inmediato aplauso desde las tribunas.

Los primeros planos encuadran su gesto adusto y su mirada de reptil. Monitorea el juego, está al acecho. Los planos detalle descansan en su particular forma de trotar (muy pocas veces correr); arrastrando la puntita de los pies al finalizar su carrera. Transcurren varios minutos sin que tenga contacto con la pelota. Existe cierta recurrencia de Zidane en alzar su vista hacia la iluminación del estadio, como siguiendo un haz de luz. Serio, sólo suelta algún “Ahí, ahí” mínimo. Luego todo es dominio de la expresión de su semblante que, al contrario de la gracia de sus movimientos con la pelota, es mayormente escasa y seca. 

Zidane, un portrait du 21e siècle elude la solemnidad. No cae en la tentación del ralenti (¡horror!), ni de la musicalización pomposa ad hoc. La música compuesta por los escoceses Mogwai (caracterizada por su mambo de embotamiento acuático, sonidos para colgarse mirando una pecera) es funcional a la ambientación lograda por el seguimiento a ZZ, otorgándole a la película una entidad propia y personal, consiguiendo además que nos sumerjamos en el derrotero de Zidane dentro de la cancha.

Al mismo tiempo esta película es un documental sobre el partido entre Real Madrid y Villareal acontecido el 23 de abril de 2005. Y en los documentales siempre es materia polémica y compleja la cuestión de la responsabilidad y el grado de intervención del director sobre las imágenes filmadas. En el caso de Zidane, un portrait… el valor reside en que se puede identificar un relato construído con herramientas puramente cinematográficas. Todo lo que ocurre alrededor, todo lo que no pasa por los pies de Zidane queda en el fuera de campo (el gol rival) o en el sonido en off (los pelotazos y gritos del resto de los jugadores). La experiencia de ZZ en este partido se desarrolla a través de las instancias de cambio que se desatan en el jugador durante su búsqueda del objetivo de la victoria. En el transcurso del encuentro, en el transcurso de la película, existe tensión, un “increíble suspenso” como indica Marcos Vieytes en su crítica publicada en El amante N 179. 

Las magnéticas imágenes se suceden hasta que, súbitamente como una tormenta de verano, lo que todos esperan ocurre; Zidane toma la pelota. La baja, elude a uno, a dos, corre hasta el fondo. La imagen toma vértigo. Decenas de flashes apuntan al pecho esponsoreado del astro francés (el sinónimo berreta es mi sentido homenaje al periodismo deportivo que supimos conseguir), que tira un centro que deja a toda la defensa rival pagando. Algún compañero (no sabemos cual, no importa) sólo tiene que tomarse la molestia de empujar la pelota al gol. 

Como si fuese una broma de la casualidad, los últimos momentos (el desenlace) del partido y la película tienen equivalencia con aquella final del mundial Alemania 2006, en lo que fue el último partido de ZZ en la selección francesa. Para Zidane, la expulsión es un error que lo hace libre; al sacarlo de la cancha, la tarjeta roja interrumpe su demostración galáctica para devolverlo al plano de los simples mortales. La del cabezazo al pecho del villano italiano Materazzi es una imagen que, signo de estos tiempos y la gula mediática, ha sido reproducida ad infinitum hasta perder sentido. Y aún peor y además injusto, ha sido vista muchas más veces, y por un auditorio mucho más amplio, que la volea de Zizou al Bayern Leverkusen, gol de una belleza y perfección tal (¡y en una final!) que a Zidane no le quedó otra y tuvo que gritarlo.

Un novio errante

Los primeros segundos de Los Amantes dejan bien en claro como vienen las cosas para Leonard Kraditor (Joaquin Phoenix). Basta con verlo en ese andar dotado de marchita pesadez, llevando esa prenda de tintorería que, como si se tratara de un velo de novia, arrastra de la misma forma en la que pareciera estar cargando con su alma antes de tirarse al mar. 

La actuación de Phoenix maneja sin medianías la ambivalencia sentimental y emocional que experimenta Leonard. Existen ciertas expresiones que mantiene reservadas en su actitud predominantemente hermética y que cuando se rebelan lo hacen con potente fulgor; como ocurre cuando hace pantomimas para una cliente en el negocio de sus padres o, fundamentalmente, en su baile descontrolado en el boliche. En esta escena sus movimientos frenéticos no terminan de ser agraciados ni son perfectos y es en esa imperfección donde reside su encanto.

De la noche a la mañana Leonard conocerá a Sandra (Vinessa Shaw) y a Michelle (Gwyneth Paltrow), dos mujeres que le representaran una disyuntiva entre, respectivamente, una conformidad edificada sobre continuar una vida que no es la suya y el vértigo asentado en la inestabilidad de las emociones, contraposición que transitará con extraña naturalidad. La polarización de estos dos mundos se expresará en cada rasgo de las relaciones, como por ejemplo la manera en la que conoce a ambas mujeres; una cena familiar que oficia de presentación formal y un encuentro casual en medio de una situación extraña. Pero lo que mejor documenta la naturaleza de estos extremos se observa, sin duda, en las escenas de sexo.

Con Sandra hacen el amor. Sonríen. El amanecer los encuentra abrazados con él recostado sobre ella recibiendo ese cobijo y contención que Sandra promete y representa. Con Michelle, en cambio, existe una atracción atravesada por la urgencia, casi de desesperación y desahogo. Cuando tienen sexo lo hacen de parados, en la terraza, llorando.

La terraza es una locación que en Los amantes es escenario de escenas particularmente notables. Descripción de la atracción como un espacio sin salida, la cámara encuadra a Leonard y Michelle siempre acorralados entre esas paredes de ladrillo. Ella lo quiere como amigo, sale con un hombre casado. Pareciera como si estas contrariedades no hicieran más que alimentar el deseo y la búsqueda de Leonard hacia Michelle. En cambio, la relación con Sandra será un lugar cómodo al que él siempre podrá volver.

Son especialmente significativas en la película dos miradas a cámara que apuntan al espectador, pero no en búsqueda del guiño cómplice (como sí ocurre en el plano final de Family plot o en la escena del perro muerto en el baúl de la camioneta de Funny games) sino que nos interpelan haciendo una única interrogación que se refleja en esos dos planos de ojos serios y una sobria tristeza: ¿Qué estoy haciendo? Es lo que nos preguntan Leonard en la escena final y Michelle cuando lo acepta, conscientes ambos de la inconsistencia de sus determinaciones. La pregunta se dirige “hacia afuera” porque la película de James Gray no toma partido ni ejerce juicio sobre sus personajes. No existe moraleja ni evaluación moral. La debilidad que inunda a Leonard se manifiesta en sus acciones siempre marcadas por la fragilidad, sin la fortaleza suficiente para que pueda forjar su propio devenir, que termina siendo determinado por las decisiones que toman otros sobre él. Esos otros que le ofrecen compañía, trabajo, futuro. Que lo abandonan.